Real casino, la decoración que fue (y es)

Por José Antonio Martínez-Abarca

Nuestros tatarabuelos de bigote engomado —e incluso rizado con tenacilla— le tenían horror al vacío. Cualquier hueco lo llenaban de algo, de mucho, de todo, aunque no viniese a cuento. Debían pensar que por los huecos se escapaba la vida. Tenían tanto miedo instintivo a un «espacio limpio» dentro de un edificio como a tener la barriga vacía. Darse una vuelta detenida por el Real Casino de Murcia, por los rincones que nuestros ancestros conocieron con un aspecto similar al actual, da una idea de esto.
Uno se fija en los detalles aquí y allá, y cada uno es como si, al notar que lo miramos, se enroscase sobre sí mismo, como hacen algunos animales. La idea estética de finales del siglo XIX era «historiarlo» todo. Siempre se podía añadir una voluta más, otra flor de acanto, una moldura de escayola, un cuadrito, una lámina de pan de oro. Era la época gloriosa de los gabinetes de curiosidades. Eran estancias de las grandes casas burguesas, preferentemente pertenecientes a personas más o menos de ciencia (por entonces hasta los espiritistas se presentaban como “de ciencia”), donde se acumulaban cosas raras y, a veces, espeluznantes. Desde artesanías tribales a animales malformados conservados en frascos de formol, pasando por muñecos mecánicos de pesadilla. Las casas más celebradas se convertían en admirados museos de los horrores.

El Casino no es ningún museo de los horrores, pero sí tiene ese algo de tienda de antigüedades hechizada, pues estos establecimientos guardan el alma de muchos objetos a la venta, objetos en los que algún antiguo dueño puso amor, o melancolía, o rencor, o alguna otra gran pasión, que se conserva en ellos a través del tiempo. Hay que ser muy respetuoso al adquirir esos objetos y llevar cierto cuidado.
Por ejemplo, esa “Dama de Elche” —o algo parecido— que guarda el Real Casino: el busto de mujer con el peinado en forma de enormes tortas de Pascua prerrománicas a los lados de la cabeza. Fue, a través de incontables copias, un motivo muy utilizado durante la decadencia última del Imperio español, en el siglo XIX, para reanimar infructuosamente valores patrios, y luego continuada dentro de la imaginería del franquismo con el mismo propósito. La efigie íbera de la Dama de Elche fue como los toros de Guisando, algo racial. Tal vez hoy resulte incomprensible, pero hubo una larguísima época en que una estatuilla de la Dama figuraba en muchas casas, como también un bronce de don Quijote y Sancho sobre la mesa taraceada de los mejores notarios.

O los objetos de tocador de señoras, con mangos de plata que particularmente en Murcia se ennegrecían muy rápidamente. Decían nuestros mayores que era por los vapores químicos de los curtidos vertidos al río Segura. En cualquier caso, era trabajo de una jornada entera sacar brillo a toda la plata, metal precioso que por entonces estaba en todas partes y no en las casas de empeño y fundición al peso.
Y las paredes acolchadas y adamasquinadas, que había que forrar a mano. Había una versión más barata y práctica —y, por lo tanto, inglesa—: el papel pintado, a veces mortal por los metales tóxicos que contenía. Hubo un famoso papel pintado de color verde que mató a muchos nobles ingleses en sus casas, pero también en el continente, hasta que se descubrió el motivo. Espero que no haya ni un metro de pared del Real Casino olvidado y aún con ese papel mortífero.

Era trabajo de una jornada entera sacar brillo a toda la plata, metal precioso que por entonces estaba en todas partes 

¿Y las hileras de libros del Casino, encuadernados —probablemente— en piel de becerro, y que, si uno aplica finamente la nariz, aún huelen vagamente a cuadra? Hay otros en una especie de apergaminado de escalofriante color céreo, que recuerdan a algún ejemplar en auténtica piel humana que alguna vez hemos tenido la desgracia de contemplar. Han aguantado muy bien el paso del tiempo: el papel era excelente. Con el desarrollismo, la nueva clase media quiso imitar en sus saloncitos —que solo abrían a las visitas— a las grandes bibliotecas, y compraban filas de tomos por colores, sin preguntar de qué trataban, y enciclopedias de proporciones monstruosas que, naturalmente, nunca se abrían.

Los frágiles techos de cristal emplomado, copiados de cenadores, viveros y herbolarios, compensaban las ventanas relativamente pequeñas para lo que se estila ahora en los casones de nuestras latitudes. En el Casino se escuchaba cuando llovía, al menos antes, como si una mano invisible tamborileara impaciente sus dedos sobre una chapa, y de vez en cuando se rompía algún cristal por el granizo. Los techos dieron problemas antes de la gran reforma, y algún accidente hubo —por fortuna sin grandes consecuencias—, como me contó mi tío Guillermo, socio y testigo presencial.

Hay otros en una especie de apergaminado de escalofriante color céreo, que recuerdan a algún ejemplar en auténtica piel humana 

Completa actualidad tienen, sin embargo, muchos elementos de otras épocas. Las lámparas, por ejemplo. No creo que se pueda leer nada serio y pausado si no es con estas lámparas que hacen aguas y le dan un aire como otomano a la lectura. Las letras árabes de los frisos ayudan también. ¡El gusto por los exotismos chino, japonés o árabe de entresiglos, que hoy se lleva también, aunque sin aquel disparatado furor de entonces, cuando el turismo o estaba en mantillas, con la incipiente Agencia Cook, o no existía!
Menos se llevan ya los candelabros que todo Casino decente, como el de Murcia, debe conservar. A no ser que se trate de una casa de la burguesía media de cristianos neocatecumenales, que copian muchos elementos hebreos antiguos. Lo suyo es que sea de siete brazos. Los grandes espejos, más o menos venecianos, con marcos dorados, se dice que reflejaban miradas que se habían sumergido allí en el azogue hacía mucho tiempo. No sé si será verdad.

Y no pueden faltar tampoco en ningún casino muy principal de España las esculturas de mármol con desnudeces imitando lo romano o lo griego, como la copia de una Amazona de Polícleto que hay en nuestro Real Casino. Siempre vistas esas esculturas, por muy canónicas que fuesen, con el desconfiado rabillo del ojo de las grandes señoronas de provincias de ambos sexos, que las tenían por impúdicas y creadoras de pensamientos disipados, aunque esos pensamientos vinieran leyendo el periódico o tomando un inocente café. Sí, hubo un tiempo en que incluso ir a echar la tarde a un lugar tan serio y aceptado como el Real Casino de Murcia podía ser tenido por sospechoso.

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